El verano tiene numerosos hábitos contraproducentes: currar con todo el calor, quedarse de Rodríguez y esas cosas. Sin embargo, puede aprovecharse para muchas actividades que no hacen mas que mejorarlo: yo soy un habitual de la “relectura”, repasando libros que ya había leído para quedarme con datos que una primera lectura deja escapar. El caso es que el otro día me dio por mezclar (otra cosa mala que se hace en verano... pero en este caso lo hice con temas literarios) y acabé encontrándole un sentido a una duda que tuve durante años: ¿Era Petrovic un “Mozart” del baloncesto?
La sabiduría popular los equipara en cuanto al papel que ambos jugaron en su vida: auténticos genios de lo suyo, compositor excelente y auténtica estrella del basket. Ahora, Wolfgang Amadeus es y ha sido durante siglos el autor más valorado de la historia por su impronta, mientras que Drazen ha tenido auténticos amantes y adoradores, así como detractores acérrimos que aludieron a su mayúsculo ego para darle palo tras palo. Después de sumergirme en un análisis profundo de la figura del músico, pude entender porque Enrico Campana (el reportero italiano de “La Gazzetta dello Sport” que le coronó con tal apodo) hizo esta comparativa. Todo el mundo piensa que Mozart era un auténtico genio, pero estaba mucho más loco que Petrovic.
Mozart fue capaz de darle una unidad lógica a obras que carecían de ella: por cosas así, una auténtica muestra de surrealismo como “La Flauta Mágica” es una muestra de todo el talento del autor. Su capacidad de darle forma a las improvisaciones de Schikaneder es equivalente al papel que jugó Drazen en nuestro deporte durante los ochenta: hacía cosas que ningún jugador que no viniera del otro lado del charco podía hacer. Solamente un tío como él era capaz de despertar pasiones como las que levantó durante años en Madrid. Los "dementes" más veteranos relatan que, en los derbis contra el Real Madrid, se hacían tifos con posters del croata, al grito de "Si si si, me mola Petrovic", en los años en los que la Cibona machacaba continuamente a los blancos.
Muy duro con sus contemporáneos fue Mozart, así como el propio Drazen: el sarcasmo del músico a la hora de criticar a sus pares lo mostraba el propio Petrovic en el parquet. Iturriaga comentó, cuando tuvo constancia de que el croata sería compañero suyo en el Real, que "no sabía si estrecharle la mano al encontrarle". Su talento, sin embargo, le daba cierto halo de inmunidad: Haydn, uno de los contemporáneos al autor que mas le valoró, respondió ante unas supuestas críticas de Mozart que "aún si lo hubiese dicho, le perdonaría". Recibir una crítica de Petrovic suponía que en el próximo partido el jugador iría a por él. ¿Halagos? Pocos halagos dejó el de Sibenik en su vida.
Sin embargo, hay algo que les coloca al mismo nivel: su control de las emociones. Numerosos grafólogos han analizado la letra de Amadeus y se han dado cuenta de que, en los momentos más difíciles, mantenía la compostura. Sólo un genio como él era capaz de actuar con serenidad en las situaciones más complicadas, mientras que apostaba por la provocación para generarlas. El arte, así como el baloncesto, es un proceso cerebral (no sentimental como muchos piensan): pocos, como Mozart y "Mozart", tienen la capacidad de superar esa faceta afectiva para darle la mayor carga de consciencia a sus disciplinas, dejando auténticas obras de arte.
Al final, llegué a la conclusión del porqué de dicho apodo. Juan Antonio Vallejo-Nágera (más allá de temas políticos e ideológicos, un gran analista de los grandes personajes de la historia) califica a la obra antes citada, "La Flauta Mágica", como un test proyectivo: ya sabéis, las famosas manchas de tinta que utilizan los psiquiatras para que sus pacientes les cuenten sus dilemas. Si aquella ópera surrealista a la que Mozart dio forma ha tenido tantas interpretaciones (que si “ejercicio de masonería”, “lucha entre el bien y el mal” o “panfleto político”), el juego de Petrovic es capaz de despertar numerosas sensaciones. Nadie se queda indiferente ante su magia.
Quienes le criticaban se aferraban al baloncesto estricto, que no daba lugar a filigranas. Los que le admiraban, abrían el camino para el basket que hoy nos deslumbra. El juego de Petrovic no es otra cosa que un espejo que refleja el alma del espectador, en el que cada uno encuentra lo que tiene dentro. Jugadores como Drazen actúan generacionalmente: hoy todavía hay dudas, pero dentro de diez años los que sigan nuestros pasos sabrán apreciar aquellas "majaderías".
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